Aquella noche no pudo cenar.
– ¿Estás segura de que te encuentras bien Ros? –
– A lo mejor tengo un poco de catarro o me ha sentado algo mal a mediodía. No te preocupes Ana – Ana no dijo nada pero la preocupación no desaparecía de su cara.
– Venga Ana, que porque no cene una noche no me va a pasar nada y a lo mejor le hago un favor a mi culo –
– Siempre con tus complejos Ros … – se fue murmurando por el pasillo.
Rosa se miró en el espejo de cuerpo entero de la pared del armario, un acto que había prometido no volver a repetir jamás el día que decidió terminar con su enésimo régimen.
Bajita, fina de cara, piel rosa surcada por arrugas prematuras, marcadas especialmente en el código de barras del labio superior provocado por veinte años de adicción al tabaco, adicción de la que sólo había conseguido liberarse cuando se prohibió fumar en el entorno laboral.
Pelo gris que todavía no había pasado a blanco, de tono ceniza otorgado por su otrora color castaño ceniza. Empezó a teñirse a los cuarenta años y justamente diez años después decidió dejar de hacerlo ¿Para qué?
¿Para quién?
Lo llevaba liso, en una melenita corta que no le llegaba a los hombros con la raya al lado. Sus ojos eran de color azul pálido, como el color del mar pasado por lejía que solía decirse ella, poco o nada expresivos, muchos años sin tener nada que expresar.
Hoy parecían un poquito más vivos.
Su estructura corporal era de hombros estrechos, poco pecho y anchas caderas y muslos. Recordaba lo que decía el hermano de su padre: “La mujer española, como el tordo, la carita fina y el culo gordo”
No había un solo día de su vida que recordara, en el que no se hubiera sentido avergonzada de su culo.
Desde su primera adolescencia lo había cubierto con jerseys que se ataba a la cintura, aún a costa de morirse de frío en invierno, sin darse cuenta de que al hacerlo conseguía exactamente lo contrario de lo que pretendía, atraer la atención de los demás hacia su trasero.
Se hizo adicta a todo tipo de dietas milagro, la de la remolacha, la de la cebolla … Compraba todas las pastillas que se anunciaban en las farmacias con carteles de mujeres con hermosos cuerpos. Ahora cuando los veía siempre se decía que para esos anuncios tendrían que utilizar mujeres normales, como ella, pero claro, así no venderían porque lo que la publicidad vende no son productos, sino sueños.
Su madre finalmente decidió llevarla a un endocrino cuando acabó en la sala de urgencias de un hospital después de haber ingerido una sobredosis de laxantes.
El diagnóstico le cayó como una losa, su metabolismo era lento, muy lento, muy ahorrador. Estaba diseñado para acumular reservas con las que alimentar a la descendencia en época de carencias. Fíjate tú, ni época de carencias ni descendencia, un cuerpo diseñado para la portadora equivocada en el tiempo equivocado
Abrió el portátil en la mesa del estudio del final del pasillo y se dispuso a terminar un proyecto que tenía aparcado desde hacía tiempo pero que Don le había recordado. Presentaría el borrador mañana. Quien sabe, quizás se lo aprobaran esta vez.
Trabajó hasta tarde, se sentía especialmente lúcida, como si al fin alguien hubiera desatascado el desagüe de una cañería interior. El recuerdo constante de Don no era una interferencia, más bien era una inspiración
Cuando cerró la tapa del portátil no pudo evitar susurrar: Gracias Don. Hasta mañana.
©Mara Funes Rivas – Julio 2020