La Sala de Espera del Depósito – 2

Hacía frío en la sala de autopsias.

En el centro, a unos tres o cuatro metros de la puerta, había una mesa de quirófano, con la inmensa y potentísima lámpara de cirugía encima.

Encima de la mesa, un cuerpo cubierto con una sábana. Era de agradecer el detalle de que no hubieran dejado al descubierto los pies desnudos con una etiqueta identificativa colgando del dedo gordo como en las películas americanas.

A la cabecera de la cama un hombre menudo, de calvicie más que incipiente y pelo cortado en clara asunción de su inevitabilidad. Tendría unos cincuenta años. Piel morena. Ojos azul pálido, ligeramente saltones, ojeras.

Siguiendo el andar dificultoso del Dr. Santos, Ángel se acercó a la mesa como un autómata mientras el hombre menudo iba a su encuentro. Al llegar frente a ellos, en voz baja y mirando a Ángel a los ojos con una mirada de siento-mucho-lo-que-le-voy-a-decir-pero-no- me-queda-más-remedio, extendió su mano derecha para estrechar la suya:

–Inspector López Bravo, del Cuerpo Nacional de Policía.

–Ángel Iglesias.

Se estrecharon la mano y mientras lo hacían, rápidamente, acostumbrado a ello, el Inspector López Bravo compuso un retrato fisonómico-psicológico del hombre que tenía delante:

Cincuenta años aproximadamente, en mejores circunstancias probablemente podría aparentar entre 40 y 45. Alto, casi dos metros, con buena estructura corporal aunque …Hundido… se dijo a sí mismo … y todavía no lo sabe todo…

Abundante pelo castaño, corto pero no excesivamente. Rasgos faciales pequeños, casi aniñados. Ojos marrón claro con motitas verdes que a pesar de su actual ausencia no ocultaban una viva inteligencia.

Vestía pantalón vaquero bueno, de marca. Camisa de sport a cuadros en tonos caqui y americana de pana a juego. Zapatos de ante de cordones. El uniforme del intelectual al que le va bien. ¿Profesor de universidad? ¿Escritor o quizá periodista? El caso es que la cara le sonaba pero el inspector López Bravo reconocía que se saltaba las páginas de cultura y universidad del periódico y cambiaba de canal las pocas veces que los telediarios tocaban el tema.

–Acompáñeme, por favor– su tono era suave pero firme. Ángel le siguió hacia la cabecera de la mesa de autopsias como un muñeco teledirigido.

El Dr. Santos trató de decirle algo con señas desde detrás de Ángel pero el inspector López Bravo le acalló con su mirada metálica. Con cara enfurruñada el Dr. Santos decidió no moverse de su sitio.

Delicadamente, como si no quisiera despertarla, el inspector López Bravo bajó la sabana doblándola a la altura de los hombros de la fallecida. Dio un paso atrás permitiendo a Ángel acercarse.

Se dobló sobre sí mismo todavía más. Con una mano se agarró el estómago y con la otra buscó apoyo intentando no derrumbarse sobre el cadáver. El inspector le agarró antes de que se desplomara y le obligó a apoyarse en él.

–Venga, vámonos.

–¿Y la identificación?– gruñó el Dr. Santos. El inspector le ignoró mientras ayudaba a Ángel a acercarse a la puerta.

–¿Y la identificación?– volvió a repetir con un tono irritado e impaciente en su ronca voz

–¡Identificación positiva coño! ¡Identificación positiva!!!!!!! 

©Mara Funes Rivas – Julio 2020

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